miércoles, 10 de mayo de 2017

La calle como opción de vida





Reivindicar al habitante de calle: de eso se trata este texto creado a ocho manos cuyos autores esperan que sirva como insumo para repensar los modelos de atención a esta población.
Tomado del Espectador
Ñero, gamín, indigente, chino o indio. Como lo quieran llamar. El habitante de calle es un actor que ha deambulado por las poblaciones desde antes de la Colonia y ha sido testigo de las transformaciones urbanas. Es la memoria viva de los cambios de pensamientos, de las nuevas tendencias, del surgimiento de la mayoría de problemáticas sociales.


A pesar de esto, su sabiduría y su presencia han sido anuladas. Los indigentes han sido tratados como delincuentes, como escoria, como el eslabón más débil de la cadena. Hasta hoy, el resto de los ciudadanos no conciben que habitar la calle es una posibilidad legítima. Que no se trata de si está bien o mal, sino de otra forma de existir.
Con la intención de cambiar esta noción tan cargada de prejuicios, Carlos Alberto Garzón, Germán Garzón, Alberto López de Mesa y Olga Lucía Velásquez escribieron La vida desde las calles, un libro hecho en la Imprenta Nacional que cuenta la historia de este personaje desde el siglo XIX hasta la actualidad, sus percepciones sobre la ciudad y su condición actual. Pero vale la pena aclarar que no es un libro de historia. Más bien es un documento repleto de historias, de las miradas de estos vagabundos que se animaron a contar cómo es su vida y cómo ha cambiado la dinámica de la calle. De hecho, uno de los autores, López de Mesa, vivió 20 años en las aceras bogotanas. (Lea: Alberto López, el habitante de calle que se hizo oír)
Este texto, que es un ejercicio de memoria y análisis, se lanzó el viernes pasado en la Feria del Libro y, como aseguran sus autores, es un intento de poner al bogotano en los zapatos sucios de aquellos a quienes siempre evadió. La lástima del lector, desde su percepción, sería un insulto. El mensaje es claro: los habitantes de calle en muchas ocasiones quieren adoptar la ciudad como su hogar y el cielo como techo, y no por eso tienen una posición más vulnerable. Si hay una idea que permea los cinco capítulos es su ventaja de ser libres, deambulando sin más atadura que mantenerse vivos. Bien lo advierten en sus páginas: “Aceptemos que los habitantes de calle asumen su situación, unos porque les toca y otros porque la eligen. Aceptemos también que la moral o la ética de lo urbano no conciben esta modalidad de existencia al lado de la normalidad citadina. He aquí lo problemático de la habitabilidad en calle, pues tal concepción de lo normal se vuelve norma e incide en las políticas y orienta el diseño de las ciudades”.
Los motes
Al desempolvar los libros de historia, los autores hallaron que los primeros habitantes de calle en el territorio colombiano existieron antes de que arribaran los conquistadores: “Eran andariegos que recorrían caminos, ríos, montañas llevando noticias, historias, conocimientos, experiencias de un lugar a otro”. Pero llegaron los españoles y, como a los negros, los sumaron a las filas de esclavos. Entonces los llamaban indios vagos.
De indios vagos pasaron, a finales del siglo XIX, a forajidos. Se encargaban de los trabajos que “los ciudadanos de bien” no eran capaces de hacer: la limpieza, la labor artesanal, el cuidado de las calles. Sus albergues eran las iglesias, que compartían con los locos.
Llegó el siglo XX y la denominación volvió a cambiar, como si fuera una regla tácita establecida por la sociedad. Ahora los llamaban los chinos: “Este personaje fue simbólico para la ciudad por mucho tiempo. Para el común de los citadinos era el chino de los mandados, el chino embalador o lustrabotas, el chino ayudante, el chino voceador, el chino que ayuda a cargar los mercados en Plaza Santa Inés, en fin, el chino que hacía lo que hubiera que hacer”. Aun así, la gente le temía y exigía a los gobernantes una mayor vigilancia, pues también era el chino delincuente.
Bogotá creció y las formas de percibir el mundo cambiaron. Los chinos desaparecieron y empezaron a dibujarse en el mapa social los gamines. La palabra gamín es de origen francés y significa “muchacho travieso, pícaro y a veces maloso, frecuentador de parques, exagerado en el saludo, sobre todo si se dirigía a un amigo entrañable”. El gamín era extrovertido y bailaba los ritmos que traían los vientos de las costas, como la salsa y el vallenato. En San Victorino se encendían los radios de ocho pilas y sintonizaban la emisora Radio Santa Fe, que “botaba música bailable”.
Para las clases altas eran tan solo personas sin gusto y glamour. Así que la palabra se tornó peyorativa. Horacio, uno de los personajes del libro, narra cuando se enfrentó a la displicencia de los bogotanos. Subía por la once hacia la Plaza de Bolívar cuando se encontró a una mujer que le decía a su pequeño hijo que los niños de bien no se interactuaban con gamines: “Entonces entendió que él pertenecía a una sociedad de intratables. Mejor así, eso le daba una ventaja, tenía algo que el resto de la sociedad no: su libre albedrío”.
Fue tan famosa la palabra gamín que luego se llamaron así un corte de pelo, una marca de ropa y hasta una fábrica de forros de asientos de buses, según cuentan los escritores. Los gamines, al final, resultaron ser todos aquellos que escogían las calles para armar parrandas, para frecuentar los cines y para bañarse en la Rebeca. Eran tantos que luego se llamaron “gallada”, “un combo de varios gamines, unidos por la autoprotección”.
Para mediados de los ochenta apareció la palabra ñero, que ha perdurado hasta hoy: “Sonaba como una expresión de cariño, qué hubo mi ñero, ñerito. Lo novedoso era que el mote no lo colocaba la sociedad, sino que nacía en la misma calle, posiblemente abreviando el compañero, por uno más sonoro y contundente: el ñero”.
En ese momento el habitante de calle era inofensivo y su consumo de drogas más moderado, quizá inocente, porque se reducía a la marihuana y las pepas. Pero llegó el narcotráfico y el bazuco borró las demás sustancias. A la mayoría la volvió esclava de sí y de unas bandas que hasta ahora los utilizan para expandir su negocio.
Una relación inquebrantable
No es perceptible, pero los bogotanos han adoptado un vocabulario y un estilo propio del habitante de calle. “Parcero”, “pirobo”, “áspero”, “gorzofia”, “pichurria” son palabras que provienen de su ingenio. Están hasta en canciones de rock.
Gracias a este personaje emblemático, la ciudad también marcha en orden. Muchos de ellos son recicladores. Otros cuidan los carros y hasta dan paso en las vías combatiendo el egoísmo bogotano. Hay quienes se dedican a ser ropavejeros, que venden ropa de segunda. Y no pueden faltar los limpiavidrios y los calibradores de los buses. Aunque tal vez los más útiles son los coteros, quienes desde la madrugada cargan los bultos para que a diario todos encuentren en los mercados las frutas y verduras en las estanterías. Todos los oficios son descritos en el libro.
Hay múltiples causas que llevan a las personas a habitar la calle: las drogas, la familia, la búsqueda de la libertad. Nadie está exento de vivir en ella. Si bien optar por esta vida es una decisión legítima, de acuerdo con los autores, el Estado debe garantizar que incluso allí haya condiciones dignas. También por eso se hizo este libro, para que las instituciones tengan un insumo y repiensen los modelos de atención y los servicios sociales. Y claro, para que los ciudadanos acojan al habitante como un personaje más del paisaje urbano y dejen de tratarlo como un criminal.

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